La suya fue no una fe de carbonero, sino una opción política:apostatar por un sistema de creencias en el que ya no creía casi nadie pero que consideraba garante de valores morales y científicos que no debían perder el combate contra el monoteísmo excluyente. La historia no estaba de su parte y Juliano acabó perdiendo. La vida, en un combate contra los sasánidas en 363, hace 1750 años; la batalla religiosa, porque nada más fallecer, sus dioses fueron definitivamente desterrados.
Para los cristianos, se convirtió en un monstruo que los códices medievales representaban abatido por san Mercurio como si fuera el dragón que alancea san Jorge. Para muchos escritores del siglo XX ha sido un referente y una excusa para especular sobre el eterno combate entre la tolerancia y la intolerancia, que nunca parece definitivamente decantado hacia ninguno de los dos campos.
En 363, hace mil setecientos cincuenta años, moría en combate el último emperador pagano de Roma. El celo moral y los razonamientos con los que defendió el politeísmo frente al cristianismo y lo inútil de una batalla que se perdió definitivamente en 381, cuando Teodosio ilegalizó a los viejos dioses del Olimpo.
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