En 1666 estalló en Francia una extraña guerra: sin ejércitos, pero con soldados; sin batallas, pero con muertos; sin generales, pero con una estrategia sibilina. Ni siquiera estaba claro quiénes eran los contendientes. Pero lo cierto es que había poderosos intereses económicos en juego y el episodio puede considerarse uno de los primeros conflictos por espionaje industrial de Europa.
En efecto, desde el siglo XII la ciudad de las marismas había desarrollado una poderosa manufactura de vidrio, centrada en la isla de Murano; allí surgió, en el siglo XV, el famosísimo cristallo o vidrio cristalino, inventado por Angelo Barovier. A principios del siglo XVI, las autoridades impulsaron la fabricación de espejos «de verdadero cristallo, cosa preciosa y singular», y enseguida se hicieron con el mercado europeo, a costa de alemanes y holandeses. Y como hacían con todo lo relacionado con el vidrio, un manto de secreto absoluto cayó sobre la producción de estos espejos. El Consejo de los Diez, órgano político que controlaba los negocios básicos venecianos y gestionaba la protección del secreto, estableció un control total sobre la técnica de producción para evitar que ningún competidor extranjero arrebatara al Estado veneciano aquella vital fuente de ingresos.
La estrategia de Colbert
En Francia, naturalmente, la perspectiva era distinta. Luis XIV, gran amante del lujo, gastaba a manos llenas en la adquisición de espejos venecianos. Alarmado por estos dispendios, su todopoderoso ministro de Hacienda, Jean-Baptiste Colbert, decidió crear una industria propia para satisfacer esa demanda. Y dado que sólo Venecia tenía artesanos capacitados para producir espejos de la calidad y el tamaño demandados, lanzó una operación de «guerra sucia» para apoderarse de aquella preciada tecnología.
Venecia contraataca
La reacción de los venecianos no se hizo esperar. El embajador de la República en la corte francesa, Alvise Sagredo, advirtió al Consejo de los Diez sobre la nueva fábrica francesa, aunque les aseguró que los primeros resultados fueron decepcionantes, pues sólo habían podido fabricar miserables espejos de 25 centímetros de alto. Pese a ello, los inquisidores de Estado, órgano ejecutor del Consejo de los Diez, recibieron el encargo de hacer volver a los maestros y operarios a Venecia al precio que fuera. Tal fue la misión del nuevo embajador veneciano en París, Marcantonio Giustiniani. Alternando suavidad y dureza, por un lado fomentaba en los artesanos la nostalgia de la patria, pero por el otro prodigaba amenazas contra ellos y sus familias o sus intereses personales en Venecia. En respuesta, Colbert envió en secreto a Venecia un barco que logró traerse a las esposas e hijos de los operarios y maestros fugados, librándoles, así, de la coacción permanente del Consejo de los Diez y de los inquisidores de Estado.
La revancha francesa
La guerra había terminado, y podría pensarse que la habían ganado los venecianos. El propio Colbert pareció reconocerlo cuando llegó a un acuerdo con la República para importar los espejos de los talleres muraneses. Pero cinco años después, el mismo ministro prohibió la importación de espejos venecianos, confiando en la calidad de los producidos en su fábrica de operarios franceses. De este modo, en 1679, cuando Luis XIV decidió construir la fabulosa galería de los Espejos en el palacio de Versalles, el suministro de los espejos quedó confiado a la manufactura nacional. Las paredes de la sala se recubrieron con 17 superficies gigantes de espejos, cada una de 5,5 metros de alto por dos de ancho. Un poema decía: «Debido al reflejo de tantos espejos, / el fuego de todos los diamantes con que la corte iba adornada / convierte la noche cerrada en tan resplandeciente como el día». Eso sí, los espejos seguían siendo pequeños, pues cada uno de los 17 paneles se compone en realidad de 21 espejos, ninguno de los cuales supera los 90 centímetros de altura, el límite técnico de la época. Eso cambiaría poco después, gracias a otro italiano naturalizado francés, Bernardo Perrotto, que inventó el método de vertido que permitiría fabricar espejos de más de dos metros de altura.
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Interesantísimo, muchas gracias.
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