En 1775, el gobernador español de Nuevo México, don Pedro Fermín de Mendinueta, refería que, durante ese año, los españoles habían enterrado a seis neomexicanos por cada comanche muerto. Los comanches campaban a sus anchas por los actuales estados de Texas, Oklahoma, Kansas, Colorado y Nuevo México. En este último, incluso Santa Fe, la capital, sufría las amenazas e incursiones de los nuevos dueños de las praderas. De hecho, el pueblo de Pecos, a unos 40 kilómetros al este de la capital, y Galisteo, a menos de 50 kilómetros al sur, fueron las poblaciones más castigadas. Desde 1750, ambas plazas habían perdido la mitad de su población. Los ataques se habían hecho tan frecuentes que los supervivientes ya no se atrevían a trabajar los campos y en el verano de 1776 se alimentaban de pieles viejas de animales cocinadas en forma de torreznos o, a falta de éstas, freían suelas de zapatos viejos.
Atrás quedaban tanto los casi cien años que los españoles de Nuevo México habían tardado en encontrar la paz con los indios pueblo como los recientes acuerdos con los apaches, la tribu que, gracias a los caballos traídos por los españoles al Nuevo Mundo, se había hecho dueña de las grandes praderas desde mediados del siglo XVII. Los españoles habían construido sus ciudades más importantes al lado de los asentamientos de los pueblo, y la supervivencia de ambos dependía del entendimiento mutuo. Las relaciones con los apaches habían llegado a un nivel de confianza tal que éstos dejaban a sus mujeres e hijos con los españoles cuando los hombres salían a cazar búfalos durante varios meses. Pero parecía que los españoles habían elegido aliarse con la tribu equivocada.
Cazadores de cabelleras
Una de las razones por las que los apaches habían abrazado la paz con los españoles era la búsqueda de protección frente a los comanches, que se habían apoderado de las praderas a finales de la primera mitad del siglo XVIII. Habían desplazado a los apaches de las tierras fértiles y estos últimos habían encontrado el alivio en las tierras yermas y bajo la protección de los españoles.
La sociedad comanche se había expandido gracias a su dominio del arte de la guerra y al hecho de que su jerarquía social se basaba en las hazañas de sus guerreros. Los comanches coleccionaban cabelleras de sus víctimas, y éstas cobraban más importancia si habían sido arrancadas en el fragor de la batalla y no cuando el enemigo ya había muerto. El caballo se había convertido en el elemento clave de una guerra que los comanches dominaban por completo. Además, disponían de las mejores armas de fuego que se podían encontrar en la región gracias a los franceses, que siempre habían ayudado a las tribus más poderosas para frenar la expansión británica hacia el oeste; ni siquiera los españoles tenían tantos mosquetes como los comanches. El mismo gobernador De Anza compró armas de fuego a los comanches en la feria de Taos. Los comanches no hacían prisioneros: no tenían dónde guardarlos presos. Y en la batalla no mostraban ninguna compasión por sus enemigos, de la misma forma que ellos no la esperaban si eran derrotados. En la batalla, el comanche luchaba hasta la muerte.
Ataques sin respuesta
Los españoles no estaban preparados para la guerra que llevaban a cabo los comanches. Por lo general, los apaches se habían conformado con robar los caballos de las poblaciones y rara vez sus rápidas incursiones se convertían en enfrentamientos directos, lo que limitaba el número de víctimas por ambas partes. Cuando los españoles eran atacados, enviaban a un grupo de soldados a la captura de los saqueadores. Años de disputas con los apaches habían permitido a los españoles conocer la gran mayoría de lugares que aquellos elegían para esconderse.
Los comanches llevaban a cabo sus ataques en grupos más numerosos, lo cual les permitía enfrentarse a sus defensores en superioridad de condiciones. Los españoles, en la mayoría de los casos, debían protegerse en el torreón de la plaza atacada y esperar a que los comanches se marcharan. Cuando la incursión terminaba, los comanches escapaban a lugares más lejanos y desconocidos por los españoles. La mayoría de las veces, los soldados españoles no lograban seguir el rastro de la partida de comanches, sufrían una emboscada por parte de éstos o se perdían en un terreno que no conocían. Otras veces, se topaban con un grupo de indios totalmente ajeno al ataque y descargaban su frustración en ellos. Desesperado, Fermín de Mendinueta escribió al virrey de Nueva España y llegó a considerar el abandono de Nuevo México si no recibía 1.500 caballos y más pólvora para los viejos mosquetes de sus soldados.
La situación fue a peor hasta que Juan Bautista de Anza tomó posesión del gobierno de Nuevo México en el año 1778. Venía de colonizar California y sabía que sólo conseguiría una paz duradera con los comanches mediante una demostración de fuerza. De Anza recibió los caballos que se necesitaban y reunió un ejército de 600 hombres entre soldados, colonos e indios pueblo. Sabía que no podía seguir luchando contra los comanches de la misma forma en que las tropas europeas se enfrentaban unas con otras. Los comanches evitaban los enfrentamientos directos en campo abierto. Basaban sus victorias en los ataques por sorpresa y en huidas vertiginosas.
Guerra comanche
De Anza golpeó a los comanches en su propio territorio. Cuerno Verde, el jefe comanche que había aterrorizado la zona durante años, protegía a sus mujeres y niños cerca del actual Colorado Springs. Era difícil llegar allí sin ser descubierto por los comanches apostados por todo el territorio. En agosto de 1779, De Anza optó por dar un rodeo por el oeste, tomando una zona más montañosa (el final de las Rocosas) que estaba controlada por los utes. En su camino, consiguió reclutar para su ejército unos doscientos hombres más, pertenecientes a los apaches jicarillas y a los utes.
Cuando llegaron al poblado de Cuerno Verde, el jefe indio y sus guerreros no estaban allí. Iban de camino a Taos para saquear la ciudad. De Anza atacó el poblado y cuando Cuerno Verde se enteró de la noticia se apresuró a volver. Los españoles le tendieron una emboscada, y Cuerno Verde y sus guerreros lucharon hasta la muerte. De Anza volvió victorioso y presumiendo de haber sufrido tan sólo una baja en la batalla. Ya estaba en posición de firmar la paz con los comanches.
Las distintas tribus comanches se mostraron divididas a la hora de buscar la paz con los españoles. De Anza aseguró que no aceptaría la paz con tan sólo unos clanes: firmaría si todos los comanches se ponían de acuerdo bajo un mismo caudillo. La facción de Toro Blanco pedía venganza, mientras que la facción del jefe Ecueracapa era partidaria de la paz. La estrategia de Juan Bautista de Anza dio resultado. Ecueracapa asesinó a Toro Blanco y la paz con los españoles fue posible. De Anza ofreció libre comercio a los comanches y éstos encontraron en la frontera del oeste de la Comanchería una zona donde comprar productos europeos y vender los caballos robados en el resto de sus territorios. La paz duró hasta 1821, año en que Nuevo México proclamó su independencia y dejó de pertenecer a España.
Hasta entonces, y durante doscientos años, una minoría de colonos y soldados logró gobernar la inhóspita frontera norte del Imperio hispánico gracias a los acuerdos de paz con las poblaciones autóctonas: primero, con los indios pueblo; luego, en el siglo XVII, con los apaches, y, finalmente, en el siglo XVIII, con los comanches.
Por Fernando Martín Pescador. Historiador
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