CITAS

jueves, 6 de marzo de 2014

SOLIMÁN EL MAGNIFICO

Altivo pero reservado, ambicioso y a la vez hábil diplomático, Solimán gobernó el Imperio otomano en su época de mayor esplendor, cuando cada primavera Europa temblaba ante sus ejércitos



El 30 de septiembre de 1520, Solimán Khan se subió a una embarcación dorada de 36 remos y se sentó en la popa, entre cojines de terciopelo, telas de seda y algunos eunucos blancos que permanecían de pie frente a él. Poco después, la embarcación navegaba veloz sobre las aguas del Bósforo para entregarlo para siempre a la historia: a los 26 años, tras la muerte de su padre Selim I, Solimán se convirtió en sultán de los otomanos. El tercer día de la ceremonia de su coronación se dirigió a su pueblo ataviado con un rico vestido de oro, adornado con perlas y diamantes, luciendo en la cabeza un altísimo turbante decorado con una corona de piedras preciosas y con varios penachos compuestos de plumas de garza real, que simbolizaban las diversas partes del mundo sometidas al sultán. Su vida y su destino se ponían bajo el signo del diez, el número de la fortuna para los turcos.
Solimán vivió una juventud tranquila, pero marcada por el rigor de su severo padre, que lo preparó para su deber futuro. En los palacios de Estambul, la maravilla del mundo, la ciudad ideada y creada para la soberanía, aprendió tanto el uso de las armas como el conocimiento de las letras. Se educó en compañía de los pajes de origen cristiano que algún día se convertirían en sus visires, sus pachás, sus generales y sus gobernadores.

Una presencia majestuosa

De estatura superior a la media y miembros bien proporcionados, Solimán era de tez morena, con una frente amplia y unos ojos negros un poco saltones, cejas prominentes, nariz aguileña y boca bella pero no sensual, labios finos y poblado bigote. Con su porte altivo y reservado y su inteligencia vivaz y reflexiva, Solimán era un hombre más proclive a la meditación y al juicio que a las decisiones repentinas. La crueldad que había caracterizado a su padre, Selim I el Inflexible, reforzó en Solimán, como reacción, su amor a la justicia y la paz, y también su gran necesidad del afecto de su familia y amigos, por lo que amó intensamente a Mustafá, su hijo primogénito, a Ibrahim, su amigo de siempre, su brazo derecho y uno de sus grandes visires, y a Roxelana, la favorita de su harén, que se convirtió en su esposa. Su sentimiento por ellos era ciego.
A pesar de ser un político inmensamente hábil, Solimán carecía del gusto genuinamente oriental por la intriga. Era un estadista que sabía engañar a sus enemigos de manera perfecta y sabía mostrarse implacable e inexorable con los ministros y los subalternos que lo engañaban y que lo decepcionaban. Pero su debilidad por Roxelana lo llevó a cometer actos de venganza que han acabado empañando su memoria. Tales fueron los casos de su visir Ibrahim, al que finalmente ordenó ejecutar entre rumores de que conspiraba con los cristianos, y de su hijo mayor, Mustafá; Roxelana y el gran visir Rustem desvelaron los supuestos tratos de Mustafá con el sha de Persia, justo cuando Solimán le había declarado la guerra, por lo que el sultán lo llamó a la corte y ordenó a los Mudos, los verdugos encargados de tales menesteres, que lo asesinaran en su tienda.

El gran legislador otomano

Aclamado como Príncipe y Señor de la Feliz Constelación, César Majestuoso, Sello de la Victoria, Sombra del Omnipotente, Solimán aparecía en las ceremonias públicas como una figura de gran esplendor. Fue así como en 1530, tras 18 días de celebraciones por la fiesta de la circuncisión de sus tres hijos, se empezó a hablar de un emperador con un poder formidable y una incalculable riqueza, y toda Europa se hizo eco del nombre de quien parecía merecer en verdad el título de «Magnífico».
En la historia otomana,  en cambio, Solimán fue recordado como el Legislador, Kanuni. El sultán, en efecto, desarrolló una considerable actividad legislativa y reformadora con el propósito de mantener el orden y asegurar el progreso de su vasto imperio. Pese a ser un musulmán piadoso, Solimán no fue nunca intransigente en materia religiosa, y el conjunto de sus leyes suponía una aplicación moderada del código del Corán. Eliminó el vino, puesto que era abstemio, pero no el café, introducido en Estambul en 1554. Puso todo su empeño en regir un Estado fuertemente centralizado, el único imperio internacional que existía en el siglo XVI; de hecho, fue bajo el gobierno de Solimán cuando la Sublime Puerta, como también se llamaba al Imperio otomano, estableció por primera vez relaciones diplomáticas regulares con Estados extranjeros. Impulsó importantes reformas, como la del sistema feudal con el que se gobernaba el Imperio, logró que súbditos de veinte pueblos distintos viviesen en armonía, fundó escuelas y concedió bienes a los ulemas, los doctores de la ley. Reformó la administración civil y militar, insistiendo mucho en el deber de la imparcialidad con respecto a todas las clases sociales. No dudaba en destituir y condenar a muerte a los funcionarios corruptos y se ganó el favor popular por los leves impuestos que estableció.
Además de administrador y legislador, Solimán fue también hombre de cultura. Sentía gran interés por las matemáticas y la historia, en particular por las gestas de Alejandro Magno, que conocía a través de los relatos del persa Nizami. Además de turco, Solimán hablaba árabe y persa y entendía el italiano. Dedicaba mucho tiempo a leer, en particular novelas persas. Amaba la música y poseía discretos conocimientos de astronomía, y, como su antagonista Carlos V, era un apasionado de los relojes y del arte de medir el tiempo.
Solimán fue también un destacado mecenas. Tras la conquista otomana de 1453, Constantinopla no había dejado de ser un gran centro cultural, cosmopolita y abierto al mundo. A la ciudad llegaban toda suerte de hombres ingeniosos, oradores, soldados y expertos en política. Muchos artistas, también extranjeros, gozaron del favor del sultán. Durante su reinado se produjo un gran florecimiento en el campo del arte y se establecieron las bases de una literatura nacional. A las importantes y soberbias obras de Sinan, el más insigne arquitecto turco del momento, el sultán añadió la restauración de acueductos, vías de comunicación y otras obras públicas. En todo su imperio no hubo ninguna gran ciudad que no embelleciera de forma más o menos notable. Gracias a su impulso, el esplendor y el prestigio de su imperio sobrevivieron muchos años.

El sultán conquistador

El deber supremo del sultán, sin embargo, era defender y extender los dominios de su imperio. Por ello, desde su coronación Solimán se cuidó de la regulación del poderoso ejército otomano, en particular de los jenízaros, el famoso cuerpo de infantería. También se ocupaba de la logística y la organización de cada una de sus campañas. Él mismo se ponía al frente de estas expediciones, siguiendo un lema que hizo inscribir a los pies de su cama: «Si el príncipe no va en persona a la guerra y no afronta el peligro, que esté seguro de que la mayor parte de sus empresas no tendrán éxito».
En esas campañas, el Magnífico sabía imponer disciplina a sus tropas, incluso en el momento de la retirada, y demostraba poseer ingenio no sólo durante la batalla, sino también en la mesa de negociaciones. Aunque por dos veces fracasó en su plan más atrevido, el de conquistar la capital misma del Imperio Romano Germánico, Viena (1529 y 1532), y en Malta sus tropas debieron retirarse tras cuatro meses de infructuoso asedio en el año 1565, sus otras expediciones se contaron por éxitos. Conquistó Belgrado en 1521, al año siguiente tomó Rodas y en 1526 ocupó Buda, la capital del reino de Hungría, que cayó casi enteramente en sus manos. En el este llevó a cabo varias campañas victoriosas en Persia. Sin duda, las testas coronadas más poderosas de Europa y de toda la cuenca del Mediterráneo temblaban cada primavera, cuando el ejército otomano reunía la impedimenta y se ponía en marcha hacia un nuevo objetivo.

El final de una leyenda

En 1566, Solimán se dirigió de nuevo con su ejército hacia los Balcanes. Era su octava campaña continental europea, esta vez contra Maximiliano de Habsburgo, y la decimotercera expedición de su vida. Por entonces, la edad y los achaques habían debilitado su salud. Lo atormentaban la gota y la hidropesía, la hinchazón de las piernas y la inapetencia, y también sufría desvanecimientos. Pese a ello, dirigió en persona el asedio a la fortaleza húngara de Szigetvar, uno de los más duros de su reinado. El 29 de agosto hizo acopio de todas sus fuerzas, se levantó de su sillón, montó a caballo y ordenó el asalto general. Mientras estallaba una mina turca y se abría la brecha definitiva en la ciudad sitiada, Solimán hubo de retirarse a su tienda, totalmente agotado. Murió unos días después, víctima de una apoplejía. Durante más de un mes, ministros y generales mantuvieron la ficción de que el sultán seguía vivo, e incluso se colocó su cuerpo embalsamado en el trono para que el gran visir pudiera comunicarle a diario los informes sobre la campaña. Finalmente, cuando ya habían emprendido el viaje de vuelta, se recibió la noticia de que su hijo Selim II había tomado posesión del trono, señal de que se podía anunciar oficialmente la muerte del sultán.
Solimán fue enterrado junto a una cimitarra, testimonio de su muerte en plena guerra, y con el rostro vuelto hacia el enemigo. Su mausoleo se dispuso junto a la gran mezquita que él mismo ordenó construir, la Suleimaniye, cuyo brillo nos recuerda aún hoy día el que sin duda fue el reinado más brillante de la historia del Imperio otomano.


Rosa Maria delli Quadri. Universidad de Roma I, La Sapienza

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