La tremenda sorpresa que se llevó el pobre pescador romano que, según cuentan las leyendas, encontró el cadáver de Formoso tuvo que ser considerable. Al fin y al cabo, no todos los días saca uno del Tíber los restos de un pontífice que, nueve meses después de muerto, había sido el protagonista de uno de los episodios más extraordinarios
de la historia del papado, episodio del que el gran historiador Gregorovius dijo que fue «una escena de barbarie como ningún otro período ha conocido».
Hablar de Formoso y las peripecias de su cadáver nos lleva a sumergirnos de lleno en la convulsa situación política de la Roma de finales del siglo IX. Si se echa un rápido vistazo a la lista de papas de aquella época ya se aprecia que la Ciudad Eterna no era precisamente un remanso de paz.
Hablar de Formoso y las peripecias de su cadáver nos lleva a sumergirnos de lleno en la convulsa situación política de la Roma de finales del siglo IX. Si se echa un rápido vistazo a la lista de papas de aquella época ya se aprecia que la Ciudad Eterna no era precisamente un remanso de paz.
Una época tumultuosa
Entre los años 872 y 965 se sucedieron en Roma nada menos que 24 papas, nueve de ellos en un lapso de apenas nueve años (de 896 a 904), de los cuales un buen número fueron asesinados o destituidos. Hubo pontífices envenenados, como Juan VIII; encarcelados tras un mes escaso en el cargo, como León V, o que llegaron al poder con apenas dieciocho años cumplidos, como Juan XII. En ese tiempo, el papado participó en las violentas luchas de poder entre las distintas familias dirigentes de la ciudad y, al mismo tiempo, en una disputa más amplia por el control de la península Itálica, entre los emperadores de Alemania, que durante todo el siglo IX se erigieron como protectores de la Iglesia y señores de Italia, y nuevas dinastías en alza, como los marqueses de Spoleto, que aspiraban a establecer un reino de Italia independiente.
Formoso se vio envuelto de lleno en todos estos conflictos. Desde su consagración en 866 como obispo de Porto –una diócesis situada en la desembocadura del Tíber, ligeramente al norte de Ostia–, desempeñó numerosas misiones diplomáticas en nombre del papado que lo llevaron a Bulgaria, Constantinopla y la corte carolingia. En esos años, Formoso tomó partido por Arnulfo de Carintia, un bastardo de la dinastía imperial carolingia que aspiraba a imponerse como rey de Italia. Esta opción le valió a Formoso ser expulsado de su diócesis y excomulgado por el papa
Juan VIII, temeroso de que Roma perdiera su independencia ante el Imperio. De este modo, una noche Formoso y sus seguidores se vieron obligados a huir de Roma ante la amenaza de un juicio por corrupción e inmoralidad. Formoso encontró refugio en la corte de Guido de Spoleto y permaneció varios años en el norte de Lombardía esperando tiempos mejores. Éstos llegaron con el fugaz pontificado de Marino I, quien en 883 levantó la excomunión sobre Formoso y lo restituyó al frente de su antigua diócesis de Porto. Bajo los dos siguientes pontífices, el efímero Adriano III y Esteban V, Formoso permaneció tranquilo en su cargo episcopal, hasta que en 891, a la muerte de Esteban, fue escogido como papa de Roma.
Formoso se vio envuelto de lleno en todos estos conflictos. Desde su consagración en 866 como obispo de Porto –una diócesis situada en la desembocadura del Tíber, ligeramente al norte de Ostia–, desempeñó numerosas misiones diplomáticas en nombre del papado que lo llevaron a Bulgaria, Constantinopla y la corte carolingia. En esos años, Formoso tomó partido por Arnulfo de Carintia, un bastardo de la dinastía imperial carolingia que aspiraba a imponerse como rey de Italia. Esta opción le valió a Formoso ser expulsado de su diócesis y excomulgado por el papa
Juan VIII, temeroso de que Roma perdiera su independencia ante el Imperio. De este modo, una noche Formoso y sus seguidores se vieron obligados a huir de Roma ante la amenaza de un juicio por corrupción e inmoralidad. Formoso encontró refugio en la corte de Guido de Spoleto y permaneció varios años en el norte de Lombardía esperando tiempos mejores. Éstos llegaron con el fugaz pontificado de Marino I, quien en 883 levantó la excomunión sobre Formoso y lo restituyó al frente de su antigua diócesis de Porto. Bajo los dos siguientes pontífices, el efímero Adriano III y Esteban V, Formoso permaneció tranquilo en su cargo episcopal, hasta que en 891, a la muerte de Esteban, fue escogido como papa de Roma.
Aliado del emperador
El nuevo pontífice tuvo que enfrentarse a una situación política envenenada. Poco antes, Guido de Spoleto, tras derrotar a un rival, había sido coronado rey de Italia en Pavía y a continuación se dirigió a Roma para obligar al papa Esteban V a coronarlo emperador. Formoso tuvo que confirmar la coronación de Guido y reconocer al hijo de éste, Lamberto, como sucesor del Imperio. Sin embargo, el papa Formoso veía con preocupación el dominio del nuevo rey de Italia y enseguida empezó a enviar invitaciones en secreto a Arnulfo de Carintia, ahora en el trono carolingio, para que acudiera a socorrerlo. En el año 893, Arnulfo hizo una primera incursión hasta Milán y Pavía. Tres años más tarde, muerto Guido y habiendo sido coronado emperador en Roma su hijo Lamberto, Arnulfo atravesó Italia y asedió Roma. En el interior de la ciudad, los seguidores de los Spoleto se rebelaron y apresaron al papa, al que recluyeron en el castillo de Sant’Angelo. Pero nada pudieron hacer contra los invasores. Formoso fue liberado y a los pocos días coronó emperador a Arnulfo en la basílica de San Pedro. Pocos meses después, el pontífice fallecía a los ochenta años –envenenado, según se dijo más tarde–. Algunos lo alabaron como un papa justo y piadoso; otros, en cambio, no podían perdonarle la traición a los Spoleto en beneficio del alemán Arnulfo.
En un mundo tan turbulento, lleno de intrigas y rencores personales como la Roma de finales del siglo IX, la historia no podía acabar así. A la muerte de Formoso los romanos eligieron a Bonifacio VI, que murió a los quince días. Fue sucedido por Esteban VI, un antiguo seguidor de Formoso que inicialmente reconoció al emperador Arnulfo, pero que, en cuanto éste abandonó Italia, se alineó con Lamberto de Spoleto. Decidido a tomarse el desquite por lo sucedido meses antes, Lamberto se dirigió a Roma, ocupada ya por sus partidarios, y allí convenció al nuevo pontífice para que condenara los actos de Formoso y acabara con el aura de santidad que había forjado entre los suyos. La condena debía ser pública, con toda la solemnidad del derecho eclesiástico, delante de la curia papal y de todo aquel que tuviera algo que decir en la política de la ciudad. Que Formoso estuviera muerto no debía ser un obstáculo: se le juzgaría de todos modos, aunque hubiera que sacar el cadáver de la sepultura. Y eso fue exactamente lo que se hizo.
Proceso a un cadáver
La pantomima fue preparada en todos sus detalles. A principios de 897, Esteban VI y Lamberto de Spoleto ordenaron desenterrar el cadáver de Formoso y conducirlo al lugar del juicio, un sínodo en el que estaban presentes los cardenales, obispos y numerosos dignatarios eclesiásticos. Ataviado con todas las insignias papales y vestido tal cual en vida, el papa redivivo quedó sentado sobre su trono. A tal punto llegó el remedo de juicio que se designó a un abogado de oficio para que hablara en representación del acusado.
Los cargos contra Formoso eran lo de menos. Se adujo que su nombramiento como papa fue ilegal, al haber accedido al trono de San Pedro siendo ya obispo de Porto, en contra de una norma del derecho canónico que prohibía pasar de un obispado a otro (a pesar de que había otras que parecían autorizarlo). El abogado del papa Esteban se dirigió al cadáver en estos términos: «¿Por qué, en tu ambición, has usurpado la sede Apostólica, tú que previamente eras tan sólo obispo de Porto?». No sabemos si el abogado defensor se atrevió a replicar, pero la sentencia condenatoria fue inapelable. El sínodo firmó el acta de deposición de Formoso, lo condenó y revocó todos sus nombramientos y disposiciones, hasta el punto de que los clérigos que fueron ordenados por él tuvieronque repetir la ceremonia. Tras esto le despojaron de las vestiduras papales y le cortaron los tres dedos con los que los papas impartían sus bendiciones. Tras arrastrar el cadáver por las calles de Roma, fue quemado y arrojado al Tíber ante una multitud vociferante.
Sin duda, aquello fue demasiado incluso para lo que estaban acostumbrados los habitantes de Roma en aquel entonces y enseguida se produjo una reacción. El propio Esteban VI fue encarcelado y estrangulado en la cárcel apenas unos meses después. Pasados dos años, Juan IX rehabilitó al papa condenado y prohibió juzgar a las personas muertas. Fueran o no rescatados del Tíber por un humilde pescador, años más tarde los restos del papa Formoso pudieron descansar al fin en el Vaticano, mientras la siniestra historia de su proceso quedaba grabada como uno de los capítulos más oscuros de la historia de la Iglesia.
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